Adolfo Esteban Ascensión
Teniente General
Adolfo Esteban Ascensión era capitán de caballería en Bilbao al comienzo de la Guerra Civil Española, estuvo encargado de la defensa de Las Minas (Vizcaya), y fue en esa defensa del año 1937 donde demostró un heroísmo y un compromiso con la lucha cuando arengó a las tropas a defenderse con uñas y dientes del ataque republicano que estaba abrumando a las defensas de los sublevados, este hecho fue más tarde (el 15 de marzo de 1939) estimado como apto para recibir la distinción de la Cruz Laureada de San Fernando.
LAUREADO DE SAN FERNANDO
El Capitán Adolfo Esteban Ascensión, sustituyo el Capitán Bustindui durante su ausencia (por herida de Guerra) como Capitán de la 1ª Compañía del Tercio de Requetés de Oriamendi. El Capitán Adolfo pasó posteriormente a la sección de ametralladoras y morteros.
Por su gran importancia e interés reproducimos el artículo que dedicó D.Camilo José Cela al Capitán Esteban Ascensión, publicado en el libro “Laureados de España”.
Edición: Fermina Bonilla. Madrid. Año de la Victoria.
“Y el Sol tornó a esconderse por Poniente –una vez más–, y por Las Minas la negra noche se mezclaba al hierro…
Las crónicas primeras nos describen a Lope Chope Ortiz enamorando infantas escocesas, padre de un niño rubio –Lope Fortún– y sano que había de ser Juan Zuria, blondo doncel, de los primeros vascos.
Aún deben de quedar alerces por los montes, manzanos y cerezos por los profundos valles, que nos supiesen dar certero, exacto aviso de aquel tiempo lejano y ya un poco olvidado. Era entonces Vizcaya, guerrera y patriarcal, exacta y dulce. Sus escuadras supieron pelear con Inglaterra, y el viejo versolari de sarmentosas manos, vertió en versos profundos –de un hablar aún más viejo que los más viejos montes– tanta hazaña valiente, tanto viril luchar para vivir tranquilos.
Y pasaron los años y vino el señorío. La Busturia templada y el roble de Guernica. Vizcaya corrió más que sus hermanas vascas; miró hacia el interior y vio en Castilla –llanura y lino, trigo y amplia vista– lo que entonces Castilla era en potencia y fue más tarde condensada esencia: la unidad de Castilla que como fuerza cósmica irradiaba ya entonces sobre nuestras regiones.
Doña Juana Manuel, señora de Vizcaya, madre del Rey Don Juan el de Castilla, con cuyo parto incorporaste a España –desde Arrazola al mar– el señorío: Pedid, señora, por nuestra Vizcaya; que sea siempre España y que se borren, de un golpe y para siempre, los amargos recuerdos…
Pasó el siglo XIV. Diego López de Haro levantaba a Bilbao. Quien pagó fue Bermeo, que desde aquella fecha, olvidó que hacia el Norte se hablaba el holandés. Sigue pasando el tiempo. Comerciantes poetas y viejos mareantes soñadores, elevaban el templo: Consulado del Mar. Sus naves tienen fama de fuertes y veloces, y el vasco se hace al mundo porque domina el mar.
Y llega el 1500. De las Encartaciones nos llegan los dos ríos Somorrostro y Cadagua. Se habla por Balmaceda, un castellano brusco que hasta Bilbao se extiende. Surgen las ferrerías y el vasco campesino, que sabe de la avena y del ganado, quiere saber del hierro. Y rodea a Bilbao. Se instala en el Nervión –en el ancho Ibaizábal vascongado– y por sus hornos desfila el mineral pardo del hierro que, muy cerca, otras manos extrajeron. Y cruzamos el río y está el Duranguesado; con sus praderas verdes y sus cerezos rosas; sus valles escondidos –Arratia, Ibaizábal, Orozco–, su ganado vacuno; sus bosques y sus nubes y el centeno creciendo por los montes. Y en él está Durango, la villa más antigua de aquella merindad. Y las montañas de Oiz, porque se pasa al valle ondarroano de los Parientes Mayores y de los marquineses.
Juan de Arbolancha surge ante el Mar del Sur.
Y llega el 1600. Bilbao es ya muy grande y a Europa le molesta. Holanda, Francia, Inglaterra, una por una envían sus escuadras, y una por una, como habían venido, las escuadras de Europa se retiran.
El siglo XVIII. Empolvadas pelucas tiemblan de sobresalto ante el revuelo de la Machinada. Pasan algunos años; Bonaparte es muy fuerte y el General Moncey rinde a Bilbao.
El siglo XIX quiere estrenar la farsa de la Zamacolada y el poder del francés tiembla en Vizcaya, hasta que llega al General Merlin. Unos años más tarde, Don Carlos y sus huestes operan por Vasconia; el mozo campesino se suma a las mesnadas y el ambiente es propicio para la Tradición. Tomás Zumalacárregui, pontífice supremo de los carlistas vascos y navarros, escribe en las doradas páginas de la Historia sus romances guerreros de paladín del Rey: Chapalangarra escapa por Larrasoaña, Carandolet se pierde ante Viana y el General Oráa llora en silencio su severa derrota por los prados de Eraul. El Rey sueña en Estella con Bilbao y por su mente cruza como un dardo la figura elegante del mariscal de campo. D. Tomás cree mejor esperar que operar; mas no importa: si el Rey dijo a Bilbao, allá vayamos. Y surge lo imprevisto, lo fatal: el Santuario de Begoña, un ferrolano y buena puntería. El General, herido, se retira a Cegama y un curandero acaba de matarlo. Y se levanta el sitio; y así hasta cuatro veces. Con Don Carlos lloraron millares de españoles y nuestra pobre y grande, la malquerida España, cayó tan al abismo que, para levantarse, le hizo falta: primero, todo un siglo; después… la bendición de Dios para Francisco Franco, nuestro Caudillo y Padre.
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“27 de mayo del año 37. Primer Año. Triunfal del difícil triunfo contra el mundo. Las columnas gallegas, navarras, castellanas, con Mola a la cabeza, operan por Vizcaya. Siete días más tarde –el 3 de junio– el General marchaba por los aires al cielo…
Corrían por entonces por España los duros tiempos de la improvisación. Si ejemplos han tenido en Nuestra Guerra todas las nobles artes de la vida, no ha sido ciertamente de los menos históricos el que ofreció el Ejército a los ojos del mundo, sacando heroicidad y hombría de bien de donde nada había.
En donde, solamente, cizaña y odio sembró el enemigo, surgió la flor lozana, y un poco emocionada, de esta viril y austera y española generación triunfal de lo imposible. Y esto Europa lo sabe. Y nosotros celebramos que lo sepa.
Los Caballeros del Sexto de Numancia, descabalgados por no haber caballos, guarnecían la posición avanzada de Las Minas. Caballería a pie; los curvos sables quedaron olvidados por tranquilas provincias, y los brillantes cascos de los días de gala –un poco temblorosos por sus suertes– dormían en sus fundas de lanilla, su ocio avivado por el feliz dato que fue el primer relevo, que fue el postrer desfile. Novias morenas rezan a la Virgen –un si es no es de palidez y llanto– por su novio moreno y caballero: el Cazador del Sexto de Numancia. Y mujeres estoicas y abnegadas llevan con majestad el negro velo que el plomo cierto del traidor clavara, al mismo tiempo que él daba la vida, de sus frentes viudas y españolas.
El Caballero dejó ya sus armas. Lanza, sable y mosquete para ir a pie no sirven; y pues que no hay caballos y queremos la lucha, vayamos a luchar como podamos. El máuser, el machete y las tres cartucheras del infante y para no olvidar que somos Cazadores, nuestras insignias blancas en el cuello, nuestra borla azulada para el gorro, nuestras estrellas plata por la manga…
Un ángel bardo canta en los manzanos,
¡Ay, Capitán Ascensiónel del Sexto de Numancia!
Y un ángel trovador canta en las madreselvas,
¡Ay, Esteban Ascensiónel Capitán Cazador!
La luna rompe en el cielo, su lecho de albas palomas y las estrellas retiran sus farolillos de engaño. El sol quiere romper ya con el día por los oscuros montes de Levante, y Adolfo Esteban Ascensión, el fuerte, con sus hombres espera la avalancha.
Las Minas están vivas pareciendo dormidas; hierro y silencio eternos las circundan –¿qué fusiles carlistas conocieron este mismo paisaje de guerra y de heroísmo?– y mezclándose al hierro están los hombres que, con San Juan de la Cruz y el Capitán Esteban, saben que cerca está de la caída quien obra con tibieza.
El sol ha aparecido; pero tan lentamente, tan tenue y esfumado, tan púdico y velado que su debilidad pudiera confundirse con el temor de iluminar Vizcaya aquel preciso día.
El enemigo se apresta al ataque; ya el Capitán Esteban los espera. Todo es silencio aquel primer momento. ¿Cuántos soldados habrá allá en Las Minas?, se preguntan detrás de los alambres, y calculando que los Caballeros formen un escuadrón, el mando rojo –previsor y escaldado– quiere lanzarles cuatro batallones; discusión, conjeturas… ¡quizás no sea bastante!; y suman a las fuerzas otras dos compañías. Y el choque se produce. Con tal violencia que la escasa tropa nacional que guarnece el parapeto, a fuerza del tirar veloz del máuser, agota los pilares de munición volando. Que es la manera de agotar las cosas más espiritualmente, con más alma. El enemigo crece con la lucha porque ha observado que es mayor su fuerza; mas en la mina hay el certero anhelo de no ceder el suelo, si no es para subir al alto cielo… Las alambradas ceden a impulsos asaltantes; ¡vengan bombas de mano! Y hasta que se acabaron, detuvieron en seco la riada. Pero poco duraron: ¡era mucho aguantar a cuatro batallones a explosión de Laffite! y Adolfo Esteban se quedó sin fuerzas ante el violento asalto que seguía. Las bajas aumentaban y en Las Minas peligró la bandera, dorada y encarnada, que tantos años alumbrara al sol.
Señor Dios de las Alturas y el Apóstol Santiago: Adolfo Esteban Ascensión os pide una iluminación, un arrebato, que sirva para dar alas al cierto deseo que tenemos, de morir antes que ceder el puesto.
El ángel bardo silba en sus oídos,
Mas no está nada perdidocuando queda un corazón.
Y el Capitán Esteban que conoce ya el color de su sangre y de su temple, jura salvar Las Minas y promete rechazar a los cuatro batallones. Mussolini nos dijo que la Historia se mueve con la rueda de la sangre y Esteban Ascensión debe saberlo, porque se lanza al golpe sin pensarlo un instante.
Caballeros del Sexto de Numancia: ha llegado el momento de que muramos por salvar a España.
¡Viva España!
Y sin decir ni una sola palabra más que las expresadas, el Capitán de tanto caballero, al brazo el acerado machete del infante, seguido de los hombres aún vivos que quedaban, irrumpe –pendenciero y hostil– sobre el atónito, espantado enemigo. Dura poco la lucha. Al escuadrón le invade una violenta fiebre de exterminio y el pánico hace presa de los hombres que creyeron que el número era todo. La desbandada extiende su revuelta madeja sobre el campo enemigo y el ¡sálvese quien pueda! de todos los naufragios resuena, entre violento y temeroso, más allá de Las Minas.
El adversario deja sobre el campo su tributo de sangre y trescientos setenta combatientes marxistas pagan la inexorable ley de las batallas: la ley del plomo y pólvora del que encontró la muerte, cuando la muerte andaba tan cerca de los pechos que sólo Dios –desde su eterno palco– pudo saber por antes, cuáles habían de ser los elegidos.
Las cuatro espadas de Fernando y su enmarcado de laurel, como un dibujo exacto aparecieron sobre el pecho de Esteban Ascensión.
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Los soldados se agrupan a comentar el fuerte, el feliz día. Y un castellano viejo que hablaba el español brillante y despacioso de los clásicos, puso por colofón al comentario: ¡es un castizo el Capitán Esteban!
Y es que esto, y no otra cosa, es tener casta. Es ser castizo; que es, justamente, ceñidamente, algo de lo más auténticamente español que nos va quedando, que quizás hayamos empezado ya a reconstruir; que es, apuradamente, algo de lo más ancestral, tradicional, de lo español; algo de lo que viene de más atrás. De casta le viene al galgo, se dice, y es bien verdad. De casta, y no de raza, por galgo y español. De casta y no de raza, que es quizás algo nórdico, algo frío, algo estadístico.
Y es que es difícil sostener la directa postura del castizo en este siglo en que se ha dado tanto y tanto descastado; y es que es difícil saber anteponer súbitamente, virilmente –casta de hombres, nunca raza humana– el milagro de equilibrio de la castidad, en este siglo en que se ha dado tanto y tanto libertino.
La raza es cronométrica, periódica pura; la casta, no. Y es quizá en eso en lo único que ganan. La casta se adormece, y aparece cuando acontece un signo que la llama; lo que hay que conseguir aquí en España es el retén castizo que dé la voz de alarma –¡al arma, a las armas!–; la casta minoría que vele eternamente por que la inmensidad descanse y duerma; mientras se pueda, claro. Que poco más o menos la Católica Reina fue en España, ojo avizor –del ave azor– y pulso del Estado, para llamar a gritos alarmados a los durmientes cuando hicieron falta: cuando hubo que expulsar a los moriscos, del Reino de Granada; cuando hubo que fletar para Cristóbal, tres naves de la nada… Pero no nos vayamos por el jardín granado, ni por el Atlántico apaleado, ni por los cerros de Úbeda. Viremos en redondo, castizamente, el bulto; recobremos la senda que nos hemos trazado.
La casta, como elemento de unidad para las sociedades; como nexo de unión de las individualidades, dispersas, de una congregación, es a buen seguro, uno de los ingredientes más aglutinantes, más unificadores, con que pueda toparse, para su constitución o su reconstrucción, un país con la noble aspiración de ser Estado: con la sana intención de ser él mismo. Pero no hay que olvidar que no todos los países pueden contar con este elemento de fusión, porque tampoco en todos los países se da –o si se da, no en las proporciones necesarias– esa preocupación por uno mismo. Ese sentirse grande de todo un pueblo al tiempo, ese desprecio inmenso de la vida que, unido a tantas y tantas otras cosas, constituye la casta. Ese esperar la bendición de Dios con una fe de tales dimensiones que llega casi, casi, a provocarla.
La casta es algo interno, es algo oculto. Ni el color de los ojos, ni el del pelo, ni la estatura, ni el perímetro torácico, ni el tamaño de la nariz ni el de los labios, pueden constituir unidades de diferenciación en una casta. Lo castizo está muy sobre esto, por encima. Y así nos explicamos cómo esa predestinación que el Señor hace de los hombres para elevarlos a esa categoría de leyenda; a ese eslabón de mito que está sobre la Tierra, con un pie en el planeta y el otro pie en el cielo; a esa legión de ejemplo que Él quiso que existiera, para lección y norma de los vivos, que es el plantel heroico, que es la casta del héroe, no observe unos caracteres externos uniformes que es en lo que quizás –y nunca más adentro– hubiera consistido el heroísmo si en vez de ser castizo fuera un signo de raza. Y no se nos aduzca que haya razas valientes, que no es cierto: primero porque valentía y heroísmo, teniendo muchos puntos de contacto, no son lo mismo, y segundo porque la apariencia de valentía, e incluso de heroísmo, de una raza, no es sino suma de mucho casticismo. Si admitiésemos la teoría de las razas no tendría explicación cómo en España, algún tiempo después del siglo XVI llegase el XIX; y si ha sido posible que existiese esta contradicción en nuestra Historia, ha sido justamente porque nos olvidamos de que la casta tenía más de virtud y de sacrificio que de herencia o legado. Cuando España fue grande, que fue cuando la casta del héroe fue más amplia, llegó a ser tal la fama de valiente que el español dejara por el mundo, que hubo Amiens que prefirió olvidarse a discutir con nuestros capitanes. Y ahora que ya hemos visto que la casta del héroe no está muerta, podremos explicarnos el asombro del mundo ante este gesto nuestro –ante esta gesta hispana– que aún no se ha explicado porque creen, ingenuamente, en lo español de raza y desprecian la casta.
Y el Sol tornó a esconderse por Poniente –una vez más– y por Las Minas la negra noche se mezclaba al hierro…
Camilo José Cela
Finalizada la Guerra pasó por los siguientes destinos:
Regimiento de Sables número 2 de la División de Caballería (Alcalá de Henares, Madrid);
Grupo de Exploración y Explotación número 4, Barcelona;
Depósito de Remonta, Barcelona;
Cuartel General de la División de Caballería, Madrid;
Escuela de Aplicación de Caballería y Equitación del Ejército, Madrid;
En 1945 ascendió a comandante continuando en el último destino citado;
Regimiento de Cazadores Montesa, número 3 de la División de Caballería, Madrid;
Escuela de Aplicación de Caballería y Equitación del Ejército;
Alto Estado Mayor;
En 1958 ascendió a teniente coronel y regresó a la Escuela de Aplicación de Caballería y Equitación del Ejército;
Grupo de Dragones de Alfambra, de la División Acorazada de Infantería, en Móstoles (Madrid);
Escuela de Aplicación de Caballería y Equitación del Ejército;
En 1967 ascendió a coronel y le dieron el mando del Regimiento Ligero Acorazado de Caballería número 14, en Boadilla del Monte (Madrid);
Alto Estado Mayor;
En 1970 fue ascendido a general de brigada y nombrado jefe del Servicio de Normalización y Catalogación del Ejército. En 1973, al cumplir la edad reglamentaria, pasó al Grupo de Destino de Arma o Cuerpo y fue nombrado vocal del Consejo Superior de Acción Social.
En 1979 ascendió a general de división y pasó a la situación de reserva.
En 1984 fue nombrado teniente general honorífico.
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